La flamígera daga de Rayo hería la noctámbula oscuridad desgarrándola en infinitesimales auroras. Las Sombras, hijas de Crepúsculo, se degradaban medrosas, en plomizas constelaciones. Más, prestamente se recogían sobre sí mismas, tejiendo con certera eficiencia la mortaja cernida sobre la telúrica superficie; ahogando en tinieblas el tímido conato de claridad. A los lloros fluviales de las etéreas hijas de Urano se sumaban los vómitos de Vulcano y, en atronador retumbar, los tambores del Umbral. Mientras,Gaia –la tierra doliente– se agitaba y sacudía sus lomos, pretendiendo despojarse de tanto parásito allí anidado.